Viñas viejas y bodegas viejas en Victoria
Hay tópicos que, por muy afianzados que estén, no se sostienen de frente a los hechos. Uno de ellos es la convicción que la viña vieja y las bodegas históricas son patrimonio exclusivo de los países europeos. En nuestro continente, muchas personas asocian el Nuevo Mundo con viñedos ultramodernos y muy productivos y bodegas altamente tecnificadas, y dejan para nosotros el encanto de la madera retorcida en su vejez y el misterio de la bodega cuyas telarañas han visto cientos de vendimias.
Un pensamiento bonito por lo simple, pero penosamente erróneo. La inmensa mayoría del viñedo europeo es muy joven, y además tiene muy complicado llegar a viejo. Hay en mi opinión dos grandes motivos históricos para esta realidad.
En primer lugar, el viñedo europeo sufrió en el período 1860-1910 la serie más destructiva de plagas que jamás ha conocido especie alguna. Oídio, mildiú y filoxera vinieron de América en sucesión casi fatal. Nuestra especie de vid sobrevivió pagando un precio nada desdeñable. Por un lado se tuvo que generalizar el uso de azufre y cobre sobre las plantas y lo suelos, lo que no es muy positivo para la vitalidad en el largo plazo de ambos [1], y por otro lado, casi todas nuestras viñas son injertadas en patrones americanos [2]. Aunque no encuentro una base científica que lo demuestre, y por tanto asumo de antemano un mea culpa si me equivoco, tengo la impresión que las plantas injertadas no son capaces de sobrevivir durante siglos como lo son las viñas francas, aquellas que crecen sobre sus propias raíces.
La segunda razón se llama competitividad. Vivimos en la época en que lo que cuenta, para todo, no es ser bueno sino ser mejor que otros, porque nos han puesto a todos y a todo a competir. Incluyendo nuestros viñedos. De las viñas antiguas, plantadas en suelos tan pobres donde nada más podía crecer, a las viñas de ahora se han multiplicado por diez los rendimientos en kilos por hectárea. Para ello dopamos a nuestras viñas con abonos minerales, fitosanitarios y agua de riego en abundancia, al tiempo que la podamos con criterios de alto rendimiento. No contentos con ello, seleccionamos clones [3] que produzcan mucho y bien, plantamos un solo clon y nos desinteresamos de la biodiversidad. A fin de cuentas, si tenemos el mejor, ¿para qué queremos los demás?
A lo mejor, el precio de tanta competitividad es que tenemos un vino que no representa un terruño porque la uva proviene de un clon dopado e injertado que crece en un suelo sin vida. La propia viña muere exhausta y podrida a los 35 años, cuando en la historia hay numerosísimas menciones de viñas centenarias en todo el mundo. De hecho, debido a su propia naturaleza de liana permanente, la vid no tiene razón alguna para morir en varios siglos.
Cuando hablo de esto muchos amigos me dicen que ellos no diferencian viña vieja de viña joven, ni viña biológica de viña dopada, en la degustación. Y a menudo yo tampoco, lo que es buena prueba de nuestra limitadísima capacidad de degustar. Por sentido común, y aunque mis pobres sentidos no sean capaces de distinguirlo, que me den un vino de viña vieja no tratada ni dopada, que seguro que mi cuerpo y mi alma lo agradecerán.
Nos queda aún mucha viña vieja en Europa, me vienen a la cabeza los pagos de 1850 en Cour-Cheverny, algunas viñas centenarias en Costiera Amalfitana o en la región del “vinho” verde en Portugal, alguna garnacha navarra que conoció a Alfonso XII, ….Pero la mayoría de lo que nos venden como viña vieja son vinos provenientes de viñas con menos de 60 años, y frecuentemente, incluso 40: chiquillos. Es como en la Edad Media, cuando la gente moría con 40 años, y alguien con 32 se le llamaba viejo.
Hay que ir muy lejos para ver abundancia de viña vieja. Hoy por hoy, Australia y Chile son dos repositorios de un patrimonio vitícola precioso, viñas francas prefiloxéricas. Es curioso que ahí donde los gobiernos son menos intervencionistas y se llenan menos la boca con la defensa de la tradición sea donde más patrimonio resta.
Hay mucho donde elegir, doy unos pocos nombres en Australia, y dejo para otra vez Chile y sus magníficos cariñenas y cabernets en Curicó. Best’s en Great Western, Victoria, plantaron su viñedo de 22 hectáreas en 1866, con todo lo que pillaron en los viveros, que muchos años después se supo que son 39 variedades de uva distintas, algunas todavía no identificadas. Cada vino es un gozoso museo viviente. Les recomiendo el Concongella blanco, un vino delicado de solamente 11.5° de alcohol, propio de viñas de 140 años, que ya tenemos las jóvenes para dar mucho etanol. Sus vinos estrella son los shiraz, sobre todo el White Gravels Hill y el icónico Thomson Family Block. Ambos ofrecen una sensualidad y una bebebilidad extraordinarias, nada que ver con los monstruos de fruto y tanino tan conocidos por estos lares.
Tahbilk, en Nagambie Lake, Victoria, fue creado 6 años antes que Best’s, con viñas que todavía producen, y una bodega preciosa que aún usan. Sus vinos de shiraz “1860 vines” son joyas de equilibrio y personalidad, que necesitan tiempo en botella para expresarse adecuadamente. Por ahora su 1996 es mi favorito. Más jovencitas, las viñas de marsanne plantadas en 1927 dan un blanco de bella mineralidad, original y sedoso, para conservar. Su 2000 está listo para disfrutar ahora.
Rutherglen es una de esas regiones poco conocidas que tiene una historia apasionante y una personalidad única. La región se “inventó” para saciar la sed de los mineros durante a fiebre del oro de finales del siglo XIX. Una vez que se acabó el oro, parece como que la región quedó en el éter, produciendo unos vinos fuera del tiempo y la moda. Son moscateles fortificados de un gran contenido en azúcar residual, tan grande en algunos casos que dudo que se haya jamás producido fermentación del mosto [4], por lo que creo que en realidad no hacen vino sino mistela. Envejecen sus vinos mediante el sistema de solera inventado por las bodegas jerezanas, en algún caso con versiones un poco anárquicas. El resultado es delicioso, unos vinos en los que sentimos un estilo mediterráneo de suave oxidación y final intenso con un toque exuberante y una abundancia dulce muy propios del extrovertido carácter australiano.
Mis favoritos son el Isabella Rare Topaque de Campbell (clásico, complejo, largo) y el Grand Rutherglen Topaque de All Saints (más inmediato, muy amoscatelado, barroco).
Me dejo muchos, demasiados, grandes viñadores australianos que nos ofrecen el sabio resultado de viñas y bodegas con más de un siglo de actividad ininterrumpida. Los hay míticos como Henschke, referenciales como Penfold’s o emocionantes como D’Arenberg. Falto de espacio, les recomiendo solamente que prueben estos vinos. El hecho de disfrutar la magia de la viña verdaderamente vieja, de gozarse el resultado del esfuerzo de varias generaciones que compartieron sueños amando lo que recibían para darlo con amor a los que venían detrás, es ya una experiencia. Solamente el vino permite beberse la historia, es una de tantas razones que lo hace grande.
[1] El oídio se trata con azufre mineral, y el mildiú con sulfato de cobre. Ambas sustancias son moderadamente tóxicas para la planta y la vida microbial en los suelos
[2] La filoxera se alimenta de las raíces tiernas de la vid. La vid europea, Vitis vinífera, no es capaz de cicatrizar las heridas producidas en su raíz, por lo que queda expuesta a enfermedades y muere aceleradamente, mientras que las especies americanas cicatrizan velozmente y pueden por tanto convivir con la plaga. De ahí que se injerten yemas de vid europea en planta americana sin yemas, para que la vid americana desarrolle sus raíces que alimentan a la parte aérea europea. No se distinguen diferencias entre vino de vid franca e injertada en degustación, lo que no quiere decir que no las haya.
[3] La viña comercial se multiplica vegetativamente, no por semillas. Un clon es un solo individuo, del que se multiplican estacas, cada estaca da una nueva viña.
[4] Cuando hay mucho azúcar en un líquido, la propia concentración de azúcar crea una presión osmótica tal que las levaduras no pueden vivir en ese medio.