La primera uva que llegó a América

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En Chile se denomina "país"; en Argentina, "criolla", y en California, "mission". La vitis vinífera pionera de la viticultura americana llegó desde las islas Canarias en el siglo XVI y hoy comienza a ser reivindicada.

Mucho antes de que cabernet sauvignon, malbec, pinot noir y demás variedades "nobles" desplegaran sus encantos en los viñedos del continente americano hubo en América otros vinos, protagonizados por una uva con mucho menos "cartel", pero que tiene el mérito de haber sido la primera que cruzó el Atlántico, ampliando significativamente el horizonte del cultivo de la vid, que en aquel entonces se limitaba a la vieja Europa.

Poco se sabía hasta hace poco de esta uva, tinta, cuyas cepas se adaptaron  a territorios muy diversos, desde California hasta los valles que se extienden al sur del subcontinente, junto a la cordillera de los Andes, en lo que hoy es Chile y Argentina. En cada región donde prosperó su cultivo, esta variedad fue rebautizada con un nuevo nombre –criolla (Argentina), país (Chile), rosa del Perú (Perú) y misión (México) o mission (California)– lo cual sin duda dificultó su identificación y el rastreo de su procedencia. Los hay que especularon, incluso, sobre un probable origen italiano, aunque estas teorías se desvanecieron cuando, en diciembre del año 2007, un equipo de investigadores del Centro Nacional de Biotecnología de Madrid, comandados por Alejandra Milla Tapia, desentrañaron el misterio, revelando que la uva que representó el punto de partida para la viticultura americana es española. Las muestras de ADN analizadas –recogidas en viñedos de Argentina, Bolivia, Chile, Perú y California– demostraron que la genética de la criolla/país/misión es la misma de la listán prieto, que aún hoy se cultiva en Canarias.

Apogeo y caída de la uva misionera

Las crónicas de la colonización del Nuevo Continente dan fe de que fueron los monjes franciscanos los responsables de introducir la negra listán en América, en el siglo XVI. Aunque no se ha podido dilucidar si recogieron los clones durante sus escalas en las islas, o los trasladaron directamente desde la península Ibérica, donde también se cultivaba (especialmente en Castilla, bajo el nombre de palomino negro).

En cualquier caso, la uva "misionera" llegó a los virreinatos del Perú y Nueva España entre 1520 y 1540. En Sudamérica, encontró las mejores condiciones para su cultivo hacia el sur, en lo que actualmente es Chile y Argentina. Junto a la blanca moscatel de Alejandría, la uva criolla (o país) fue protagonista estelar de la viticultura de estos dos países hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando comenzaron a introducirse variedades de origen francés, que la relegaron a los terrenos más pobres, sin otro objetivo que producir con ella sencillos vinos de mesa y mediocres graneles.

Pero como el destino siempre tiene reservada alguna sorpresa –cuando no una justa reivindicación– la historia de la tinta pionera de la viticultura americana está dando hoy un nuevo giro.

Chile: país con burbujas

Coronel de Maule, Torres Chile En Chile, a pesar de haber sido marginada, la uva país aún ocupa aproximadamente 15.000 hectáreas de viñedo, lo que la sitúa como la segunda variedad más extendida, por detrás de la cabernet sauvignon. Se dedican a su cultivo cerca de 8.000 viticultores, principalmente en el secano interior y costero de los valles de Maule y Biobío.

El alto índice de acidez, la modesta coloración y bajo grado alcohólico de la uva país no sintonizaban con los propósitos de las bodegas chilenas, que desde la década de 1980 se apuntaron a la demanda internacional de tintos suculentos, alcohólicos y de intenso color.

Pero ante el actual reclamo de vinos más ligeros, ácidos y –a ser posible– auténticos, la suerte de la país parece haber cambiado. Uno de los primeros en dar una nueva oportunidad a esta variedad ha sido el español Miguel Torres Maczassek, quien llevó la riendas de la filial chilena del grupo bodeguero de su familia antes de asumir la dirección general del Grupo Miguel Torres.

Trabajando en colaboración con la Universidad de Talca, Torres redescubrió el potencial de esta variedad gracias a unos estudios que señalaron el camino para producir un excelente vino espumoso, a partir del método champenoise: Santa Digna Estelado, sparkling rosé que se ha convertido vino burbujeante chileno más valorado por la crítica internacional. Tras dar la campanada con su Estelado, Torres también ha dado muestras de la nobleza de la uva país en un tinto tranquilo, Reserva de Pueblo, donde esta variedad apunta, amén de cierta rusticidad, finura y exuberancia frutal.

No es Torres, desde luego, el único que hoy saca buen partido de la uva país en Chile. Otro buen ejemplo de su potencial es Huasa, de Clos Ouvert, donde el francés Louis-Antoine Luyt aporta una perspectiva natural y honesta de la variedad.

Argentina: la revolución criolla

Matías Michelini, Argentina En Argentina, la criolla ha sufrido en las últimas cuatro décadas una marginación mucho más drástica que la país al otro lado de los Andes: hoy ni siquiera figura en el Top 10 de las variedades tintas más extendidas, que preside –cómo no– la malbec. Esto no desanima a unos cuantos bodegueros inquietos, que en tiempos recientes se han juramentado en devolver a la criolla la nobleza que pervirtieron los vinos de mesa de los años '60.

Con su rara ligereza, que no minimiza su personal carácter, el tinto Cara Sur Criolla, pergeñado por Sebastián Zuccardi y Francisco Bugallo en los viñedos de Barreal, en el valle sanjuanino de Calingasta, es uno de los que invita a dirigir la mirada a las viejas parras de criolla. Y no es el único: en las alturas de Cafayate (Salta), El Esteco presenta en su serie Old Vines un monovarietal de esta uva, elaborado a partir de cepas plantadas en 1958, a ¡1800 metros sobre el nivel del mar! Y en Mendoza, el iconoclasta Matías Michelini firma en el valle de Uco otro de los singulares tintos de criolla de nueva generación, Vía Revolucionaria.

California: ¿misión imposible?

En California, la introducción de la mission es posterior que en el sur del continente: se produjo en el siglo XIX. También se debe a la actividad misionera de los monjes franciscanos –de allí su nombre–, que la cultivaban para producir vinos sacramentales, aunque pronto su uso se extendió en la elaboración de vinos de mesa y un histórico dulce fortificado denominado Angelica.

Marginada tras la llegada de otras variedades, actualmente es difícil encontrar en la región vinícola más afamada de los Estados Unidos algún vino de calidad concebido a partir de esta uva. Su presencia es apenas testimonial: sólo perviven cerca de 200 hectáreas de viñedo de mission, en parcelas desperdigadas sobre todo en Santa Barbara County. Pero que nadie se sorprenda si un día de estos los californianos se sacan de la manga un buen vino que devuelva el lustre a la vieja uva misionera.

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